Durante
décadas, el estudio del desarrollo de los procesos humanos se percibía como una
serie de comportamientos controlables y medibles basados en la concepción del
niño como adulto pequeño [Palacios
et al. 2008], no como
un ser en constante evolución. El foco conductor de las investigaciones eran el
estímulo y la respuesta; no se preocupaban por los procesos de razonamiento
ocurridos en la psique del individuo estudiado. Buscaban ante todo la óptima
objetividad dejando de lado cualquier hecho no medible, sujeto a subjetividades
o interpretaciones relativas y variables [Ídem]. Es decir, todo funcionaba alrededor de la
creencia del niño como una “caja negra” sin posibilidades de estudio.
Las
investigaciones realizadas carecían de profundidad y rebosaban de estadísticas
y generalizaciones. Con el paso del tiempo los investigadores comenzaron a
interesarse en los procesos cognitivos del humano en lugar de sus respuestas, a
vincularlos con aspectos afectivo emocionales y con su alrededor. Poco a poco
se preocupaban más sobre los procesos cognitivos de la persona durante todo su
ciclo vital y menos sobre las respuestas de los niños ante una serie de
estímulos.
Al inicio del siglo, el conductismo dominaba en Estados Unidos y una gran cantidad de investigaciones se basaban en el mecanicismo que le caracterizaba. Su forma de analizar el desarrollo buscaba la premisa única del estudio objetivo; "lo importante no es lo que hay dentro del organismo (que, además, es inaccesible al estudio objetivo), sino aquello que desde fuera le llega y moldea” [Palacios
et al. 2008]. Mientras tanto, en Europa nacían una serie de teorías organísmicas u orgánicas que llegaban mucho más lejos, en parte por el elementalismo de la primera y en parte por el nacimiento de la concepción de la conducta como totalidad "fue formulándose la idea de que la conducta infantil no puede ser entendida correctamente si se la fragmenta en unidades elementales y desprovistas de contexto" [Ídem].
[Tomado de Bazúa I. 2010]